Mi trabajo de estas semanas se basa en dos tareas fundamentales. Por un lado estoy editando un disco que grabamos con la Capilla del Sol hace poco más de un mes, pero paralelamente me dedico a escribir un libro que me debía hace tiempo, acerca de la música en las misiones jesuíticas de América del Sur.
Editar el disco implica horas de escucha de cada una de las tomas que hicimos, para poder elegir esos segundos donde están la dicción más perfecta, la afinación que queremos y la intención que soñamos para cada fragmento de música. Por su lado, el libro me hace reflexionar permanentemente en las condiciones perceptivas de quienes vivieron en la época de las misiones (ss. XVII y XVIII), a la luz de los estímulos con los que contaban, y del fuerte aparato ideológico que era capaz de controlar la parte más íntima y personal de sus sensaciones. En síntesis, percibo y analizo el percibir ajeno, en un extraño y divertido juego dialéctico.
Y lo que voy a plantear acá puede ser la obviedad más grande, pero por momentos es tan fuerte lo que me pasa, que quise compartirlo (quizás lo que no pueda sea comunicárselo a ustedes, porque me faltan palabras, o arte para contarlo). En síntesis he reflexionado sobre lo diferente que es lo que decimos del modo en que pensamos que lo hemos hecho. Tomas del disco que pensé que eran buenísimas son sólo buenas, y cosas que recuerdo como "perfectas" están llenas de impurezas. ¿Cómo es posible que pase esto, si me dedico desde hace tiempo a producir y analizar discursos?, ¿No debería, a esta altura, ser capaz de producir resultados más previsibles?. En ciertos ámbitos sí, y felizmente eso lo tengo comprobado por mi experiencia de hacer radio, de dar clases, escribir artículos o brindar conciertos. El cambio se da porque me refiero a una grabación, a un texto (musical, en este caso) que debió ser efímero, pero lo estoy haciendo permanente, repetible.
Tras cavilar bastante sobre todo esto llegué a la conclusión de que las músicas que grabé suenan bien, o muy bien, pero que al carecer del componente visual que las sostiene, el discurso se ve desmerecido, o se vuelve magro cuando en realidad fue pensado y producido de otro modo. Si a esa música le agregáramos el gesto, la mirada del que toca o canta, el entorno, e incluso un par de cosas más que acentúen la retórica visual, sería magnífico. Sin todo eso es sólo "normal", o incluso aburrido.
Cerrando esta perorata, y uniendo mi idea de la percepción contrarreformista (tan influenciada por los Ejercicios de San Ignacio), con esta nueva experiencia de grabar, descubro que una vez más el círculo se cierra: el moderno disco no hace sino actualizar la antigua idea de "ver con los ojos del alma", que deben abrirse al escuchar la música, para ponerle el componente que le falta, y así completar el discurso (que en realidad debe ser pensado para despertar los sentidos espirituales, sabiendo que los del cuerpo estarán ocupados en otra cosa en el momento de escuchar el disco).
A la magnífica idea de "escuchar con los ojos", tan querida por mí y acuñada por Shakespeare, Quevedo y Sor Juana, le agrego ahora la de "mirar con los oídos", mientras descubro sorprendido que también necesito anteojos para escuchar.
Editar el disco implica horas de escucha de cada una de las tomas que hicimos, para poder elegir esos segundos donde están la dicción más perfecta, la afinación que queremos y la intención que soñamos para cada fragmento de música. Por su lado, el libro me hace reflexionar permanentemente en las condiciones perceptivas de quienes vivieron en la época de las misiones (ss. XVII y XVIII), a la luz de los estímulos con los que contaban, y del fuerte aparato ideológico que era capaz de controlar la parte más íntima y personal de sus sensaciones. En síntesis, percibo y analizo el percibir ajeno, en un extraño y divertido juego dialéctico.
Y lo que voy a plantear acá puede ser la obviedad más grande, pero por momentos es tan fuerte lo que me pasa, que quise compartirlo (quizás lo que no pueda sea comunicárselo a ustedes, porque me faltan palabras, o arte para contarlo). En síntesis he reflexionado sobre lo diferente que es lo que decimos del modo en que pensamos que lo hemos hecho. Tomas del disco que pensé que eran buenísimas son sólo buenas, y cosas que recuerdo como "perfectas" están llenas de impurezas. ¿Cómo es posible que pase esto, si me dedico desde hace tiempo a producir y analizar discursos?, ¿No debería, a esta altura, ser capaz de producir resultados más previsibles?. En ciertos ámbitos sí, y felizmente eso lo tengo comprobado por mi experiencia de hacer radio, de dar clases, escribir artículos o brindar conciertos. El cambio se da porque me refiero a una grabación, a un texto (musical, en este caso) que debió ser efímero, pero lo estoy haciendo permanente, repetible.
Tras cavilar bastante sobre todo esto llegué a la conclusión de que las músicas que grabé suenan bien, o muy bien, pero que al carecer del componente visual que las sostiene, el discurso se ve desmerecido, o se vuelve magro cuando en realidad fue pensado y producido de otro modo. Si a esa música le agregáramos el gesto, la mirada del que toca o canta, el entorno, e incluso un par de cosas más que acentúen la retórica visual, sería magnífico. Sin todo eso es sólo "normal", o incluso aburrido.
Cerrando esta perorata, y uniendo mi idea de la percepción contrarreformista (tan influenciada por los Ejercicios de San Ignacio), con esta nueva experiencia de grabar, descubro que una vez más el círculo se cierra: el moderno disco no hace sino actualizar la antigua idea de "ver con los ojos del alma", que deben abrirse al escuchar la música, para ponerle el componente que le falta, y así completar el discurso (que en realidad debe ser pensado para despertar los sentidos espirituales, sabiendo que los del cuerpo estarán ocupados en otra cosa en el momento de escuchar el disco).
A la magnífica idea de "escuchar con los ojos", tan querida por mí y acuñada por Shakespeare, Quevedo y Sor Juana, le agrego ahora la de "mirar con los oídos", mientras descubro sorprendido que también necesito anteojos para escuchar.
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