miércoles, 14 de mayo de 2014

Volver a los diecisiete... (después de whatsapp)

Tuve mi primer abono juvenil de Mozarteum a los 17 años, cuando era un adolescente nerd, con actividades nerd y amigos nerds. En ese mismo momento comencé a trabajar en la "comisión juvenil" de la asociación. Pertenecer tenía sus privilegios, y eso nos permitía a veces asistir a los conciertos desde la platea, o acompañar a algún músico durante los ensayos por sí necesitaba algo, eventualmente acompañar a quien los buscara en el aeropuerto si hablábamos su idioma, etc. Esas fueron mis primeras incursiones en el mundo profesional de la música "desde adentro". Por otra parte, asistí a numerosos conciertos de gran nivel, pagando un precio irrisorio. 

Con el correr del tiempo logré convertirme en un profesional de la música, ser parte del mundo que tanto admiraba y deseaba, y comenzar a ver las salas desde el escenario. Paralelamente comencé con mi actividad de periodista, y conté con mi pase de prensa, lo que mágicamente me permitió el ingreso casi irrestricto al mundo de la platea y los palcos. Hace 18 años que no iba al paraíso del Colón. 

Crecieron mis habilidades de músico, y creció también mi capacidad de observación y análisis. Un día descubrí que mi público, y el de muchos, muchísimos, demasiados conciertos, tenía el pelo blanco, ropa aburrida y una insoportable seriedad aprendida. Ahí comprendí que mi adolescencia había sido nerd y minoritaria (y obsoleta y acartonada), y que la mayoría de los chicos jóvenes tenía actividades diferentes a las mías. Paralelamente tuve colegas que habían descubierto la música clásica más tarde que yo, y que lamentaban no haberlo hecho antes, por falta de conocimiento de la actividad. Desde ahí, comencé a preocuparme por la generación y desarrollo del público joven. Al respecto he publicado varias notas en diferentes medios, siempre que pude hablé del tema en mis espacios de radio y ofrecí charlas y conciertos en colegios. De manera permanente traté también de hacer conocer los abonos para jóvenes del Mozarteum y Festivales Musicales, las únicas dos asociaciones de conciertos que ofrecen abonos juveniles a precios bajísimos. 

No obstante, hace mucho que quería ir a ver qué pasaba en los sectores de jóvenes durante los conciertos, cómo se comporta ese público, aggiornarme sobre sus modos de escuchar, ver y disfrutar de las interpretaciones. Es por eso que ayer fui al Colón, a una función de Mozarteum, y pedí que mi pase de prensa me dejara entrar al sector más barato del teatro. 

Allá arriba se escucha perfecto y se ve al intérprete bien lejos (no más lejos que en cualquier recital de rock, obviamente, por lo que los chicos que tienen el Abono Juvenil no se preocupan demasiado) pero en general el modus operandi de ese público difiere muchísimo del de platea. También estuvo lejos de lo que yo recordaba (quizás mis recuerdos idealizaron todo...). Me llamó la atención la cantidad de gente que caminaba o deambulaba durante la función, permanentemente y sin desparpajo (¿a dónde querrían ir?).

Por supuesto que los celulares no se apagaron nunca, pero fueron silenciados, así que no hubo ruidos, excepto los que se escucharon desde abajo. A diferencia del público adulto o directamente viejo, los chicos saben bien cómo operar sus smartphones sin que hagan ruido (así los usan durante las clases de la universidad, o reuniones de cualquier tipo, o en sus casas mientras todos duermen). Y si bien no sonaron, fueron operados permanentemente. Algunos sacaban fotos del escenario y luego escribían en sus pantallas, seguramente para subirlas a las redes. Otros chateaban permanentemente durante la performance. No sé si disfrutaban del concierto, prefiero pensar que tienen otra manera de gustar las cosas (también recuerdo muchos conciertos de mi juventud que me aburrieron infinitamente, hasta que un día hice el mágico click que me permitió entender nuevas cosas... y sé bien qué hubiera hecho en ese momento si hubiera tenido una cuenta whatsapp y amigos conectados...). Lo bueno, buenísimo, es que no molestaron para nada. 

Sin embargo, para mi sorpresa, había mucha gente mayor en aquella altura, muchos más viejos que jóvenes, que tosieron, hablaron y abrieron caramelos sin solución de continuidad. Todo eso me resultó más molesto. 

En síntesis, todavía tengo las ideas un poco desordenadas, o tuve poco tiempo para ponerme a acomodarlas. El público cambió muchísimo en los últimos años, porque el mundo se convirtió en otra cosa; y lo que más me llamó la atención es que aún cuando en Paraíso hay más jóvenes que en platea, aún sigue siendo mayoría la gente vieja (o quizás haya igual cantidad de adultos mayores que de chicos). Soñaba con un sector del teatro en el que no hubiera pelados, ni canosos, ni olor a spray de peluquería de señoras, pero no lo encontré. Respecto a sus actitudes, en gran parte me son ajenas (si voy a un concierto, no me da ganas de pasearme por la sala), pero creo que como músico tengo que prever que dentro de unos años ellos serán mi público canoso, y yo seguiré en el escenario, y seguramente van a mantener buena parte de sus hábitos. 

Quizás ustedes, lectores, me ayuden a reflexionar al respecto. Bienvenidos sus comentarios e ideas... 

jueves, 8 de mayo de 2014

Feria del ruido





Hace mucho (muchísimo...) que no iba a la Feria del Libro. No es por falta de interés en la lectura (vivo entre libros), sino porque me cansé del ruido, de caminar hasta agotarme en un espacio desordenado donde lo que menos importa son los libros, porque no me interesa estar en aglomeraciones, porque me pone nervioso caminar entre gente que deambula como zombie y sobre todo porque la feria suele ser carísima. Ayer volví, y sinceramente creo que no volveré a visitarla por unos cuantos años. 

Leí estos días, en medios diversos, una serie de loas a la feria. Elogios que hablan de una "fiesta de la lectura", de la "democratización del saber", de los "espacios de inclusión"... Y sinceramente, tras mi visita, siento que lo que menos importa en el evento es el contenido de los libros, o la lectura, o el saber, sino sus posibilidades comerciales (quieren VENDER y sólo vender) y mostrar el gran show de la mayor acumulación de libros que podamos imaginar, como si en lugar de un evento cultural fuera un récord Guiness (es increíble la cantidad de ejemplares que hay). 

La gente da vueltas, toquetea, y a veces compra, pero por lo general deambula en un espacio en el que el ruido visual y la mega-estimulación es tal que se vuelve imposible disfrutar o acercarse a la lectura, porque se cansa la vista, porque todo el tiempo hay quien pide permiso para pasar justo por el espacio en el que estamos parados, porque en medio de los libros hay eventos musicales (que en general no tienen nada que ver con los libros o las lecturas) e inmensos amplificadores que nos obligan a prestarles atención o a irnos lejos para no escucharlos (ayer, por ejemplo, una chica cantaba covers de Fito Páez, pero se equivocaba las letras, desafinaba, y sus acompañantes no tenían idea de la armonía de esas canciones. En otro pabellón, la ciudad de San Pablo ofrecía un show de percusión que sería óptimo para hacer en la calle, pero poco pertinente para la feria). 

¿Tiene sentido ir a una gran muestra y feria bibliográfica para escuchar a una chica amateur cantando mal? Es obvio que no, pero aún así había muchísima gente junto a los parlantes. 

Mención aparte merecen los stands de las provincias argentinas, muchos de ellos muy deprimentes, y otros abarrotados de objetos, pero con poquísimos libros. Evidentemente quienes los arman, en las provincias, no tienen demasiada idea de lo que es pertinente mostrar en una feria de libros. Sirva como ejemplo lo que me pasó en el stand de Santiago del Estero:

Me acerco y veo a las dos chicas del stand (muy lindas) sacándose selfies en poses provocativas y sexies, parando la cola y apretando los labios, mirando a la cámara con ojos entornados. Con obvia molestia y visible desdén me preguntan qué necesito, y les explico que quiero saber si tienen antologías  de canciones tradicionales. Me responden que no saben. Frunciendo el seño les pregunto por el que sepa guiarme por los libros, y con una sonrisa medio socarrona me dicen que nadie sabe qué libros hay expuestos, que mire lo que quiera y si algo me interesa lo lea ahí, que hay sillas si quiero estar cómodo. ¿Y si quiero comprar algo?... No, los libros no están en venta, se pueden mirar o fotografiar con el celular, que si necesito, ellas pueden darme folletos turísticos. Decido entonces que es mejor no charlar con ellas, y recorro el stand viendo publicaciones deprimentes y amarillentas, libros que nadie leyó ni leerá. FINAL FELIZ (del párrafo horrible): encontré en un libro un par de letras nuevas para una canción del siglo XVIII, que usaré en próximos conciertos. 

En síntesis: no lo pasé bien. El diseño de los stands es, por lo general, asfixiante; espacios pequeños abigarrados de libros apilados, colores y formas de alto impacto, estímulos, estímulos, estímulos que se potencian con el ruido que se adueña del espacio. (¿Quién diseñará esos sitios?). Lugares llenos de gente que va porque sí, pero no a buscar lecturas, chicas tetonas que reparten folletos que en general no tienen que ver con lo bibliográfico...

Sin embargo hay algo que está bueno: animarse a bucear en los stands de universidades o fundaciones, y encontrar cosas buenísimas que no están ni estarán en el circuito comercial, y comprarlos a un precio normal (por sí les carcome la duda, compré tres libros: el diario de un jesuita exiliado tras la expulsión, editado por la Universidad Católica de Córdoba, una recopilación de artículos sobre pintura colonial en la zona andina dd Bolivia, y un libro de ficción bien comercial para regalar en un cumpleaños. Nada mal!). 

Le conté esto a varios amigos, y todos coinciden en que "ya no van más a la Feria". Sin embargo estaba llena de gente. ¿Será a todos les gusta, excepto a mi y a mis amigos?   

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