Ayer hablé, por Radio Nacional, sobre los carrillones, y su presencia en el paisaje sonoro holandés del siglo XVII. Esto era en relación a la figura de Jacob van Eyck, que trabajaba de campanero y, como hobby, tocaba la flauta dulce.
Después del programa estaba invitado a pasar un rato por el departamento de unos amigos, en un barrio caro de Buenos Aires. Tomamos algo y charlamos de proyectos, cayó el sol y seguimos nuestra conversación con calma crepuscular.
Y de pronto, a las 20, comenzó el "cacerolazo" organizado y pautado para esa hora. De a poco, como el sonido de la lluvia cuando empieza, se comenzó a escuchar golpes secos sobre cacerolas, que en un instante, se volvió un estruendo. Salimos al balcón, donde todo se escuchaba más fuerte. El repiqueteo desordenado rebotaba por todos lados, y mientras tanto la vida normal del barrio seguía su curso: una señora volvía del supermercado con sus bolsas, una chica linda y bien vestida pasaba haciéndose ver, los autos circulaban, una mamá miraba con cuidado antes de cruzar la calle con sus niños. Mirábamos a los balcones de los vecinos y de los edificios de la vereda de enfrente, no había nadie, pero las cacerolas sonaban.
Era como si nadie dijera nada pero todos gritaran al mismo tiempo, una metáfora auditiva y escalofriante del momento que vivimos.
No pretendo hacer política de ningún tipo, sólo escribo como analista de fenómenos acústicos. Para algunos las cacerolas son el mensaje de un nuevo país, y por lo tanto un signo de esperanza. No lo sé, pero me sentí amedrentado por ese grito metálico que no venía de ningún lado y sin embargo parecía omnipresente.
Les dejo este video de un carrillón, con música de Bach, me da más esperanzas que las cacerolas
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