Pintura de Giuseppe María Crespi |
Anticipando las funciones de la ópera "L'incoronazione di Poppea", título que abre la temporada de Buenos Aires Lirica, la revista Cantabile publicó un Dossier Monteverdi, en el que escribí una nota sobre las generalidades de la estética musical del 1600. Ese artículo no entró en la selección que se publica on line, por lo que transcribo a continuación el texto, tanto para aquellos que vayan disfrutar de esta ópera como para los que desde cualquier lugar del mundo se acercan a la música del Divino Claudio. Si quieren ver la revista on line, pueden hacer click aquí.
La
belleza de lo imperfecto
Texto: Ramiro Albino
Aún cuando la música de
la primera mitad del siglo XVII comenzó a ser redescubierta,
difundida y grabada hace casi un siglo, ese período histórico suele
parecer complicado para buena parte del público. Podemos decir que
hoy, las composiciones de las primeras décadas del 1600 están mejor
difundidas que nunca, aparecen permanentemente en salas de conciertos
de nuestro país, en emisiones radiales y en discos y videos. Sin
embargo quedan muchas dudas y contradicciones conceptuales en el
público que se siente atraído por esas músicas y que en su afán
de rotularlas, como hace con cuanto le rodea (lo que no atañe sólo
al arte, sino también a todo tipo de manifestaciones, desde las más
cotidianas hasta las más inasequibles), se siente paralizado frente
a ellas al no terminar de asimilar conceptos como el de “Barroco
temprano”. Tampoco es sencillo comprender por qué es tan poca
difundida esta música, especialmente la de Monteverdi, si hay
quienes lo consideran “el padre de la modernidad” ¿no debería
ser más difundido que Bach o Handel?
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Para comprender por qué
fueron tan importantes y revolucionarios músicos de los primeros
años del siglo XVII, tenemos que remontarnos a un pasado aún más
lejano, y hacer un sintético recorrido por asuntos musicales que
comenzará en la Edad Media.
Durante el Medioevo (ese
otro período fantasma) la música tuvo un desarrollo
inconmensurable, en la teoría y en la práctica. Cantantes e
instrumentistas desarrollaron sus técnicas al mismo tiempo que se
crearon formas refinadísimas de polifonía, llegando a lo que
algunos no dudaron en llamar “arte perfecto”. La llegada del
Renacimiento no implicó olvidar todo lo aprendido, ni descartarlo,
sino todo lo contrario: al inmenso cúmulo de conocimiento medieval
se sumaron ideas clásicas (griegas y romanas) que fueron
cristianizadas, y al mismo tiempo comenzó a surgir un pensamiento
científico que cambió la mirada de todas las cosas. La música dejó
de ser algo casi mágico que sólo atraía por su belleza, y desde la
física experimental y las ciencias naturales se la estudió como
fenómeno acústico, analizando armónicos y frecuencias a la luz de
los conocimientos pitagóricos. Y aunque estas ideas (las de la
música como sistema de números y medidas) ya existían desde el
siglo IV, cuando San Agustín propuso cotejar los planteos cristianos
con los clásicos, fue en el Renacimiento cuando tuvieron su momento
de mayor florecimiento.
Durante la Edad Media,
gran parte de la música era colectiva, coral, permitiendo que mucha
gente tocara o cantara simultáneamente y al unísono, en alabanza al
reino del Cielo. Esto cambió en el Renacimiento, cuando se afirma la
fe en la humanidad y surgen los individualismos, que se ratifican al
valorar como modelos a aquellos personajes de excepción (Miguel
Ángel, Leonardo, Josquin des Préz…). Si se podía admirar a
algunas personas, también se podía pensar en música pensada
especialmente para ciertos individuos, entonces, de a poco, comienza
a haber mayor desarrollo de música para solistas, generalmente
virtuosos, con acompañamiento. De forma paralela, el desarrollo de
las individualidades va a llevar al desarrollo del teatro, gracias a
la creación de personajes singulares por parte de los dramaturgos y
autores. Aún con estos cambios, una inmensa parte del mundo musical
europeo, seguía pensando, concibiendo y practicando la música como
en la Edad Media.
El Renacimiento tuvo
momentos de calma y apogeo, pero pronto surgieron dos problemas que
pusieron a Europa en crisis. En primer lugar, las ideas reformistas
de Lutero, que terminaron dividiendo al continente en dos grupos
antagónicos: los fieles a las ideas de la iglesia de Roma, y los que
pretendían hacer cambios. Y para que todo se complicara más aún,
Nicolás Copérnico planteó su teoría Heliocéntrica, afirmando que
los planetas giran alrededor del Sol, y no de la Tierra, como se
sostenía antes. El equilibrio, el buen ánimo
neoclásico que había logrado la armonía entre la fe en el Creador
y la confianza en la humanidad que Él había puesto en el centro de
todo, se destruyó en poco tiempo. Desde entonces sólo eran fiables
algunos individuos.
Europa vivió entonces una
de sus mayores crisis psicológicas y sociales. La fe en la forma, el
afán del número y la búsqueda de perfección desde el equilibrio
dejaron de ser creíbles, y fueron dejadas de lado. Se olvidó un
poco el número y se volvió a pensar en la palabra, en el concepto.
La música también dejó de ser Ars Perfecta.
Ese fue el verdadero fin del pensamiento medieval.
El clima de tensión de
aquella una realidad dinámica e inestable llevaron finalmente a casi
toda Europa a la Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648), surgida
por los conflictos religiosos entre los que pretendían la reforma de
la iglesia y aquellos que mantenían sus votos de confianza en el
Papa.
El arte de esas décadas
sólo pudo reflejar los conflictos que se vivían: guerras, pobreza,
incertidumbre, enfermedades y pérdidas; la realidad bélica que se
desesperaba por buscar la calma. Guerra y paz, inestabilidad y calma,
luces y sombras, odio y amores, el Barroco es una época de
contrastes violentos en realidades inseguras. El mundo católico (al
que nos referiremos desde ahora por nuestro interés puntual en la
obra de Monteverdi, que desarrolló su carrera en Italia),
definitivamente puso su esperanza y optimismo en las libertades
individuales, en la inmensa posibilidad de cada uno para elegir su
camino de salvación, desde una conciencia responsable, en oposición
al protestantismo, que sostenía que la salvación se daría sólo
por la gracia divina. Más que nunca antes, se reafirmó la fe en los
individuos y se destacó especialmente a quienes fueron dotados de
talentos o habilidades especiales.
Mientras ocurría todo
esto, en ciertos cenáculos intelectuales se seguía buscando la
forma de hacer música y teatro a la manera clásica, analizando el
teatro griego, considerando que los personajes hacían sus
parlamentos de manera individual con acompañamiento musical. Era
necesario entonces crear un teatro que permitiese hablar
cantando, y que el texto predominara sobre la
música, sometiéndola. Se escribieron entonces las primeras
proto-óperas, con voces solísticas acompañadas por lo general con
instrumentos de cuerda pulsada. Creyeron entonces que estaban
haciendo “música antigua”, que habían logrado revivir el
espíritu artístico griego.
Y es ahí donde aparece la
genialidad de Monteverdi, proponiendo que la música no debía ser
esclava de la poesía, sino que debían complementarse el canto y el
sonido de los instrumentos con una nueva sintaxis musical, capaz de
expresar todos los sentimientos y movimientos del alma. Ofrece una
síntesis nueva y única, un equilibrio innovador que incluso usa a
los diversos timbres como recurso expresivo. Y con todo eso logra
hacer las primeras obras escénicas que hacen justicia a la
denominación de óperas,
mientras siguió desarrollando al extremo el arte del madrigal y
componiendo música para la iglesia, de las más diversas formas y
estilos, demostrando que dominaba la manera antigua de componer, y
que podía transformarla por completo o enriquecerla con nuevos
elementos en dosis diferentes.
Semejantes cambios
tuvieron sus detractores que lo tildaron de imperfecto y no
comprendieron por qué había de transgredir las reglas que durante
siglos habían otorgado belleza a la música, augurando además que
la audacia de sus composiciones no agradaría al público. La
respuesta del maestro fue que su trabajo, fuertemente arraigado en la
psicología y la condición humana, estaba hecho “sobre los
fundamentos de la verdad”, acuñando más tarde la idea de “segunda
práctica”, una nueva manera de hacer la música que, de acuerdo a
la realidad que vivían, debía ser contrastante con la anterior, la
“primera práctica”.
Claudio Monteverdi, fue
ampliamente reconocido en vida, pero luego el devenir estético lo
dejó de lado, dando lugar a nuevas modas e ideas que surgieron de
las diferentes realidades que se sucedieron (como ocurre con casi
todas las cosas). El siglo XX lo recuperó y resultó ser tan
fascinante que Gian Francesco Malipiero comenzó en una fecha tan
temprana como 1926 la edición completa de sus obras, y poco después,
en 1937, Nadia Boulanger se grabó tocando y dirigiendo sus
madrigales (a este material puede accederse en YouTube). Sin embargo
sus obras no son tan conocidas como las de otros músicos de lo que
llamamos “Barroco”, simplemente porque para hacerlas con criterio
historicista hacen falta instrumentos costosos y grandes ensambles.
Eso, durante mucho tiempo fue sumamente difícil, porque la música
antigua se mantuvo en la periferia del mundo académico, porque los
conjuntos fueron emprendimientos independientes y porque a los grupos
de poder (económico y cultural) no les interesó sostenerlos
económicamente. Felizmente hoy hay nuevos modelos de gestión, y hay
cada vez más gente interesada en tocar, difundir y escuchar estilos
musicales preclásicos, entre los que “el
divino Claudio” tiene su lugar
preferencial.
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