Con la Capilla del Sol estuvimos en el Festival Misiones de Chiquitos, en Bolivia, hace una semana. Recién hoy puedo hacerme el tiempo de postear un par de fotos, y les transcribo a continuación una nota que escribí sobre este festival para el Diario Perfil, donde escribo desde hace quince días, un testimonio bastante elocuente de lo que vivimos.
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MÚSICA ANTIGUA EN TIERRA DE EVO
Todos hemos escuchado historias sobre las misiones jesuíticas en Argentina, Paraguay y Brasil, o estudiamos alguna vez la historia de unos pueblos fundados por sacerdotes donde vivían grupos de indígenas aislados de las ciudades españolas. Muchos conocemos, al menos por fotos, las ruinas de San Ignacio, en Misiones, o recordamos la película “La misión”, con sus errores históricos y su extrema belleza visual y musical. En síntesis: cuando alguien se refiere a las misiones jesuíticas, sabemos de qué se habla.
Lo que quizás no sepamos es que en Bolivia hubo otras misiones, similares en organización y modo de vida, que sufrieron la misma suerte que las de nuestro país, pero que en lugar de ser destruídas, quedaron enteras, albergando gran parte de su patrimonio artístico. Tampoco sabemos, posiblemente, que los templos fueron restaurados, igual que sus decorados, imágenes, muebles y partituras, y que podemos visitarlos y de pronto encontrar, en medio de la selva, el aparente desamparo y la lejanía, unos pueblos donde se mezcla nuestra cotidianeidad con el pasado que aparentemente existe sólo en los libros.
Y es en estos pueblos que cada dos años se repite algo increible, casi milagroso: aviones cargados de músicos e instrumentos llegan a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra para salir luego, desde ahí, en micros a los que quizás jamás subirían en sus países de orígen, y por caminos de impensable precariedad, hacia esos pueblos rurales de una belleza exótica, vistosísima y altamente convocante, para ofrecer conciertos de música antigua.
el domingo pasado, 4 de mayo, terminó la séptima edición del Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca “Misiones de Chiquitos”, un mega evento musical que en diez días ofreció 165 conciertos de cincuenta grupos provenientes de 21 países de América (incluyendo la Argentina) y Europa, en la ciudad de Santa Cruz y veintiún pueblos más o menos cercanos entre los que se destacan las antiguas misiones jesuíticas de Chiquitos y Moxos y las franciscanas de Guarayos. Sin dudas, el festival más grande de América del Sur, y para algunos el mayor del mundo.
De forma paralela a los conciertos se desarrolla una importante cantidad de eventos paralelos que incluyen exposiciones de partituras, instrumentos, textiles e indumentarias y fotográficas, presentación de libros, degustaciones de gastronomía local, venta y exposición de artesanías, presentaciones de conjuntos, ballets folklóricos y elencos teatrales. La región florece desde todo punto de vista en los diez días del festival, verdadero tiempo de fiesta.
Hay dos aspectos fundamentales que hacen que este festival sea único, más allá de la obviedad de lo exóticas y distantes que son sus sedes. Uno es el contacto de los músicos con un público que en algunos casos es prácticamente virgen en cuanto a música clásica, y otra la posibilidad de los viajeros de conocer una realidad musical que nos es casi desconocida: los coros y orquestas que se formaron en los últimos años en los pueblos misionales, para restaurar el vasto patrimonio musical que albergan los archivos de la región y para lograr un desarrollo artístico y cultural poco usual en la región (muchos lectores recordarán al Coro y Orquesta de San Ignacio de Moxos que ofreció conciertos en Buenos Aires en dos ocasiones).
Para quienes hacemos música, la idea de un público que jamás haya escuchado un instrumento musical es siempre atractiva. Volvemos a recordar la escena de “La Misión” en la que Jeremy Irons, representando a un jesuita, toca un oboe solo en la selva, lo que atrae a un buen número de indígenas embelesados por un instrumento, por una melodía que jamás hubieran imaginado. Sería ideal encontrar a alguien que recibiera así nuestro discurso de músicos, y sabemos que es imposible; sin embargo en algunos lugares como el pequeño pueblo de Samaipata este año se hizo el primer concierto de música clásica en colaboración con el Festival de Chiquitos, movilizando a la gente hasta las lágrimas. Lo que ese público sólo había podido ver en televisión o en un disco estaba de pronto vivo ante sus ojos y oídos: cantantes, violines, instrumentos de percusión, arpa y vihuela. Una experiencia única.
Pero no sólo ellos se emocionan. Cuando escuchamos a los coros y orquestas misionales nos damos cuenta de que estamos frente a un fenómeno acústico-espiritual totalmente diferente. Los niños y jóvenes de estos pueblos, que están hace algunos años estudiando música, han aprendido todo de otra manera, no competitiva, sin complejos ni grandes problemas. Tampoco han tenido con quien compararse, lo que es a la vez bueno y malo porque no tienen una meta concreta ni saben cómo imitar lo bueno. Son exitosos en sus giras y conciertos porque son niños y jóvenes de una raza diferente, acentuada con lo que ellos llaman “discriminación positiva”: trajes típicos que jamás usarían en la vida cotidiana, collares de semillas, peinados “salvajes”, aunque no suenen perfectos. Y son ellos, los que esta vez nos venden los espejitos de colores a cambio de lágrimas de emoción
Pero hay algo más que nos falta saber. Estos pueblos pertenecen a la región boliviana que más lucha por la autonomía, que más contra le hace al gobierno de Evo Morales (es increíble lo que se dice en los programas locales, la cantidad de publicidad y graffitis que hay por la calle en contra del presidente). En estos días en los que acá los medios nos hicieron creer que todo Bolivia estaba en llamas porque hubo algunos piquetes y enfrentamientos, allá hubo un festival magnífico, que nucleó a especialistas internacionales de altísimo nivel, incluyendo sin problemas a grupos de todas las regiones de Bolivia, para disfrutar de un patrimonio arquitectónico y musical único, donde las iglesias tienen ventanas bajas que las integran al paisaje y al pueblo, puertas abiertas y aberturas sin vidrios por las que entran pájaros e insectos que, sin interferir en los conciertos, dan un toque extrañamente natural a la música barroca.
Para entender el fenómeno de la música en las misiones.
Los jesuitas se instalaron en el oriente de Bolivia a fines del siglo XVII, fundando un grupo de misiones entre los indios Moxos y Chiquitos, según los modelos que ya funcionaban en tierras de Guaraníes. El resultado fue un experimento socio-religioso único, en el que se vivió una experiencia comunitaria sin precedentes que fue truncada de manera súbita en 1767 cuando el Rey de España expulsa a la orden jesuita de todos sus territorios. Los pueblos quedaron entonces en manos de administradores diversos (religiosos o civiles), y sufrieron los embates de líderes poco competentes.
Las regiones en las que se ubican estos pueblos fueron, de pronto, poco interesantes para un mundo que intentaba ver en lo industrial la única meta de desarrollo, y entonces quedaron olvidadas en el subdesarrollo del subdesarrollo. A principios del siglo XX, con el boom del caucho hubo un atisbo de crecimiento que no pasó más allá de la ilusión. Y todo quedó en una especie de extraño freezer cultural. A mediados del siglo XX se descubre que, entre otras cosas que se conservaron, algunas iglesias mantenían vivos (aunque agonizantes) sus conjuntos de voces e instrumentos, además de sus archivos de partituras. Los jesuitas habían habilitado a los indígenas a hacerse cargo de todas las tareas, lo que permitió la supervivencia del modelo vital que habían instaurado.
Gracias al trabajo de musicólogos, historiadores y especialistas, se comenzó a reconstruír el patrimonio musical de las misiones, lo que llevó a conciertos y grabaciones en diferentes lugares del mundo. En 1996 se hizo, en la región, el Primer Festival de Música Renacentista y Barroca “Misiones de Chiquitos”, que se repitió hasta ahora cada dos años, con un marcado crecimiento de intérpretes, público y sedes (ahora también se incluyó a las antiguas misiones franciscanas y pueblos aledaños a Santa Cruz de la Sierra). Estos festivales son organizados por la Asociación Pro Arte y Cultura (APAC), que también realiza importantes festivales de teatro.
Todos hemos escuchado historias sobre las misiones jesuíticas en Argentina, Paraguay y Brasil, o estudiamos alguna vez la historia de unos pueblos fundados por sacerdotes donde vivían grupos de indígenas aislados de las ciudades españolas. Muchos conocemos, al menos por fotos, las ruinas de San Ignacio, en Misiones, o recordamos la película “La misión”, con sus errores históricos y su extrema belleza visual y musical. En síntesis: cuando alguien se refiere a las misiones jesuíticas, sabemos de qué se habla.
Lo que quizás no sepamos es que en Bolivia hubo otras misiones, similares en organización y modo de vida, que sufrieron la misma suerte que las de nuestro país, pero que en lugar de ser destruídas, quedaron enteras, albergando gran parte de su patrimonio artístico. Tampoco sabemos, posiblemente, que los templos fueron restaurados, igual que sus decorados, imágenes, muebles y partituras, y que podemos visitarlos y de pronto encontrar, en medio de la selva, el aparente desamparo y la lejanía, unos pueblos donde se mezcla nuestra cotidianeidad con el pasado que aparentemente existe sólo en los libros.
Y es en estos pueblos que cada dos años se repite algo increible, casi milagroso: aviones cargados de músicos e instrumentos llegan a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra para salir luego, desde ahí, en micros a los que quizás jamás subirían en sus países de orígen, y por caminos de impensable precariedad, hacia esos pueblos rurales de una belleza exótica, vistosísima y altamente convocante, para ofrecer conciertos de música antigua.
el domingo pasado, 4 de mayo, terminó la séptima edición del Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca “Misiones de Chiquitos”, un mega evento musical que en diez días ofreció 165 conciertos de cincuenta grupos provenientes de 21 países de América (incluyendo la Argentina) y Europa, en la ciudad de Santa Cruz y veintiún pueblos más o menos cercanos entre los que se destacan las antiguas misiones jesuíticas de Chiquitos y Moxos y las franciscanas de Guarayos. Sin dudas, el festival más grande de América del Sur, y para algunos el mayor del mundo.
De forma paralela a los conciertos se desarrolla una importante cantidad de eventos paralelos que incluyen exposiciones de partituras, instrumentos, textiles e indumentarias y fotográficas, presentación de libros, degustaciones de gastronomía local, venta y exposición de artesanías, presentaciones de conjuntos, ballets folklóricos y elencos teatrales. La región florece desde todo punto de vista en los diez días del festival, verdadero tiempo de fiesta.
Hay dos aspectos fundamentales que hacen que este festival sea único, más allá de la obviedad de lo exóticas y distantes que son sus sedes. Uno es el contacto de los músicos con un público que en algunos casos es prácticamente virgen en cuanto a música clásica, y otra la posibilidad de los viajeros de conocer una realidad musical que nos es casi desconocida: los coros y orquestas que se formaron en los últimos años en los pueblos misionales, para restaurar el vasto patrimonio musical que albergan los archivos de la región y para lograr un desarrollo artístico y cultural poco usual en la región (muchos lectores recordarán al Coro y Orquesta de San Ignacio de Moxos que ofreció conciertos en Buenos Aires en dos ocasiones).
Para quienes hacemos música, la idea de un público que jamás haya escuchado un instrumento musical es siempre atractiva. Volvemos a recordar la escena de “La Misión” en la que Jeremy Irons, representando a un jesuita, toca un oboe solo en la selva, lo que atrae a un buen número de indígenas embelesados por un instrumento, por una melodía que jamás hubieran imaginado. Sería ideal encontrar a alguien que recibiera así nuestro discurso de músicos, y sabemos que es imposible; sin embargo en algunos lugares como el pequeño pueblo de Samaipata este año se hizo el primer concierto de música clásica en colaboración con el Festival de Chiquitos, movilizando a la gente hasta las lágrimas. Lo que ese público sólo había podido ver en televisión o en un disco estaba de pronto vivo ante sus ojos y oídos: cantantes, violines, instrumentos de percusión, arpa y vihuela. Una experiencia única.
Pero no sólo ellos se emocionan. Cuando escuchamos a los coros y orquestas misionales nos damos cuenta de que estamos frente a un fenómeno acústico-espiritual totalmente diferente. Los niños y jóvenes de estos pueblos, que están hace algunos años estudiando música, han aprendido todo de otra manera, no competitiva, sin complejos ni grandes problemas. Tampoco han tenido con quien compararse, lo que es a la vez bueno y malo porque no tienen una meta concreta ni saben cómo imitar lo bueno. Son exitosos en sus giras y conciertos porque son niños y jóvenes de una raza diferente, acentuada con lo que ellos llaman “discriminación positiva”: trajes típicos que jamás usarían en la vida cotidiana, collares de semillas, peinados “salvajes”, aunque no suenen perfectos. Y son ellos, los que esta vez nos venden los espejitos de colores a cambio de lágrimas de emoción
Pero hay algo más que nos falta saber. Estos pueblos pertenecen a la región boliviana que más lucha por la autonomía, que más contra le hace al gobierno de Evo Morales (es increíble lo que se dice en los programas locales, la cantidad de publicidad y graffitis que hay por la calle en contra del presidente). En estos días en los que acá los medios nos hicieron creer que todo Bolivia estaba en llamas porque hubo algunos piquetes y enfrentamientos, allá hubo un festival magnífico, que nucleó a especialistas internacionales de altísimo nivel, incluyendo sin problemas a grupos de todas las regiones de Bolivia, para disfrutar de un patrimonio arquitectónico y musical único, donde las iglesias tienen ventanas bajas que las integran al paisaje y al pueblo, puertas abiertas y aberturas sin vidrios por las que entran pájaros e insectos que, sin interferir en los conciertos, dan un toque extrañamente natural a la música barroca.
Para entender el fenómeno de la música en las misiones.
Los jesuitas se instalaron en el oriente de Bolivia a fines del siglo XVII, fundando un grupo de misiones entre los indios Moxos y Chiquitos, según los modelos que ya funcionaban en tierras de Guaraníes. El resultado fue un experimento socio-religioso único, en el que se vivió una experiencia comunitaria sin precedentes que fue truncada de manera súbita en 1767 cuando el Rey de España expulsa a la orden jesuita de todos sus territorios. Los pueblos quedaron entonces en manos de administradores diversos (religiosos o civiles), y sufrieron los embates de líderes poco competentes.
Las regiones en las que se ubican estos pueblos fueron, de pronto, poco interesantes para un mundo que intentaba ver en lo industrial la única meta de desarrollo, y entonces quedaron olvidadas en el subdesarrollo del subdesarrollo. A principios del siglo XX, con el boom del caucho hubo un atisbo de crecimiento que no pasó más allá de la ilusión. Y todo quedó en una especie de extraño freezer cultural. A mediados del siglo XX se descubre que, entre otras cosas que se conservaron, algunas iglesias mantenían vivos (aunque agonizantes) sus conjuntos de voces e instrumentos, además de sus archivos de partituras. Los jesuitas habían habilitado a los indígenas a hacerse cargo de todas las tareas, lo que permitió la supervivencia del modelo vital que habían instaurado.
Gracias al trabajo de musicólogos, historiadores y especialistas, se comenzó a reconstruír el patrimonio musical de las misiones, lo que llevó a conciertos y grabaciones en diferentes lugares del mundo. En 1996 se hizo, en la región, el Primer Festival de Música Renacentista y Barroca “Misiones de Chiquitos”, que se repitió hasta ahora cada dos años, con un marcado crecimiento de intérpretes, público y sedes (ahora también se incluyó a las antiguas misiones franciscanas y pueblos aledaños a Santa Cruz de la Sierra). Estos festivales son organizados por la Asociación Pro Arte y Cultura (APAC), que también realiza importantes festivales de teatro.
Hola Ramiro, en realidad no voy a hacer un comentario sobre esta nota, sino por la buena música que elgis durante las tardes. De verdad es un placer volver a casa escuchando tan elaborados temas.
ResponderEliminarsiento que hay otras emisoras de "clasica" que se juegan poco y no ofrecen gran brillo de interpretación.
Sinceramente tu programa es uno de mis favoritos y espero que con el tiempo seamos más de 20.000 ...
Un abrazo, Claudio
Llevo años intentando encontrar música barroca de las misiones jesuitas. ¿dónde puedo encontarla?
ResponderEliminarGracias!!